Campanas de Libertad

Honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere.

28 noviembre 2006

El zapatero embustero

En el año 1941 nació, de manos del ingenioso autor teatral don Miguel Mihura Santos, la revista de humor La Codorniz. Los más jóvenes hemos visto algún ejemplar viejo y roído en el último cajón de un mueble antiguo en casa de nuestros padres; los más mayores pudieron disfrutar en vivo y en directo con el humor inteligente de esta mítica publicación.

La Codorniz fue capaz de engañar a todo el aparato de la censura franquista vertiendo críticas contra el régimen establecido; siempre disfrazando de carcajada lo que en realidad era tristeza por la ausencia de libertad de expresión.

La Codorniz fue un ejemplo de cómo un grupo de autores que no se conformaban con tener la espada de la censura sobre sus cabezas supieron dar rienda suelta a su imaginación y crear una revista que marcó una época en la historia del periodismo español.

Pero escribo historia y escribo censura hablando en pasado. Sí, estaba hablando del pasado. Ya sé que no hace tanto tiempo, pero sí, ya es pasado. ¿O no? ¿Es presente? ¿Es que hay censura en nuestros días?

Bueno, hablemos de literatura.

Sabemos de Julio Fedro que era de Tracio y que fue contemporáneo de Jesús, el Mesías. Su familia era humilde, pero fue educado bajo la influencia de la cultura griega. Vivió siempre desencantado con el poder y escéptico respecto a la sociedad romana –la cual ya estaba en declive gracias a la corrupción generalizada y al endiosamiento de los políticos-. Se estima su muerte en el año 69, y de su obra han llegado a nosotros cinco libros de fábulas dignas de ser releídas en estos tiempos que corren –en el presente, digo-. Entre ellas destaca una que algunos autores también atribuyen al genial Esopo, es la titulada “El zapatero metido a médico” y dice así:

“Un mal zapatero comido por la miseria púsose a ejercer la medicina en un país donde no era conocido, y vendiendo un antídoto con nombre inventado adquirió gran fama gracias a sus discursos charlatanescos.

Habiendo el rey de aquel país caído en el lecho con una grave enfermedad, con el fin de probar su saber, pidió una copa y llenóla de agua, fingiendo mezclar un veneno con el antídoto del médico; luego ordenó a éste que bebiera también la poción, ofreciéndole un premio.

El temor a morir hizo confesar a nuestro zapatero que su celebridad se debía no a sus conocimientos médicos, sino a la estupidez del vulgo.

Convocó el rey a la asamblea del pueblo, y dijo estas palabras:

- ¡Hasta dónde llega vuestra falta de sentido, oh ciudadanos, cuando no dudáis en confiar vuestras cabezas a quien nadie quiso dar a calzar los pies!”

Parece que hoy ya no se escriben historias con este trasfondo educativo. Ni se escriben ni se leen. Nos conformamos con leer -¿qué digo leer?- con ver los programas del corazón y practicar el zapineo, así que no nos queda tiempo para nada constructivo.

Esta fábula del zapatero embustero ya hace dos mil años que se escribió y sigue siendo de lo más actual:

“Gracias a sus habilidades como charlatán, pues tenía la palabra fácil y era hábil para engañar a las gentes, el antiguo zapatero pronto conquistó cierta fama y ganó algún dinero”.

Y lo mejor, la moraleja: “La ignorancia, la estupidez y la excesiva credulidad de muchos hace la fortuna de los desaprensivos”.

Bueno, bueno. ¡Menudo zapatero el de la fábula! Charlatán, embustero, desaprensivo… ¡Qué personaje! ¡Para fiarse de él!

Como en La Codorniz, en este artículo he procurado pasar desapercibido a la censura. No he criticado a nadie, no he hablado de ningún partido político, no he dicho ni el nombre ni el apellido de ningún hermano masón, la historia del embustero tiene unos dos mil años… Tampoco he mencionado que Fermín Valero me censuró el artículo que hablaba del Crucifijo y la asignatura de Religión en su presunto crisol. No he sido políticamente incorrecto, no me he salido del pensamiento único, no me he mostrado contrario a ninguna ideología progresista… Incluso he escrito zapatero en minúsculas.


Raúl Sempere Durá · noviembre de 2006
Artículo publicado en Debate 21.

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