Campanas de Libertad

Honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere.

05 agosto 2006

Pravda

Érase una vez un país multicolor en donde vivían ciudadanos felices sin ninguna clase de problemas. Era el llamado estado del bienestar: todo el mundo se quería y se amaba, todos se respetaban y nadie le llevaba la contraria a un conciudadano. Era el país perfecto para vivir.

El líquido elemento sobraba por doquier, los ríos y riachuelos manaban por todas partes. Había agua cristalina de sobra para el consumo humano y para regar los extraordinarios cultivos que crecían sanos y productivos sin necesidad de muchos cuidados. Sobraba agua para las piscinas –todo el mundo tenía una en casa-, para los campos de golf, para los jardines y parques de pueblos y ciudades. Era demasiada agua para poder aprovecharla toda, y tanto era así que dejaban que la gran mayoría fuera a parar al mar.

Todo ello porque el clima era perfecto. Con las lluvias necesarias para mantener el nivel óptimo de los pantanos y el verde brillo de la hierba en montes y praderas. Los días soleados se alternaban convenientemente con la humedad de la noche y de las lluvias de tal manera que no había posibilidad de que el calor estival provocara incendios forestales. Los bosques eran verdaderamente de cuento de hadas y nadie recordaba que nunca hubiera habido ningún incendio con víctimas mortales humanas. Eso era algo impensable.

Un país sin terrorismo, sin cartas de extorsión, sin atentados, sin guerras, sin amenazas exteriores. Tampoco había robos, ni violaciones, ni secuestros. La delincuencia no existía en ningún rincón de aquel paraíso terrenal.

Nadie recordaba ya lo que era el paro, las letras para pagar el coche o los recibos mensuales del préstamo del piso. Todos vivían felices y comían perdices puesto que los trabajos estaban organizados para que no pasaran de las 15 horas semanales y los sueldos eran altísimos. A nadie le faltaba de nada, la abundancia se notaba en todos los hogares.

Lo mejor de todo lo que había en ese país eran las buenas relaciones entre los ciudadanos. No existían diferencias de opiniones, todos pensaban de la misma manera y todos apoyaban a las mismas personas para que llevaran las riendas políticas del estado. No había discusiones sobre la forma de gobernar. Los ciudadanos confiaban de tal manera en los políticos que no les pedían cuentas sobre sus deberes y obligaciones ni sobre sus responsabilidades como administradores del estado del bienestar.

El resto del mundo soñaba con vivir en aquel país. Los inmigrantes llegaban día a día por tierra, mar y aire en los mejores medios de transporte desde sus respectivos países. Y todos, todos, eran recibidos con los brazos abiertos. Nada más llegar se les daba una calurosa bienvenida y se les asignaba un trabajo y un buen sueldo, además de una lujosa vivienda, escuela para los niños y toda clase de servicios para que se sintieran mil veces mejor que en su propia casa, a la cual nunca pensarían en regresar.

Era un estado constante de felicidad. Las personas se casaban y formaban familias de todos los tipos y colorines. Se unían en matrimonio mujeres con hombres, mujeres con mujeres, hombres con hombres… un señor del norte se casó con su vaca, una señora del sur se unió de por vida a su caballo, un vecino se fue a vivir con la hija de la mujer de su ex-marido. Se formaban todas las combinaciones posibles de matrimonios: parejas, tríos, un hombre con varias mujeres, una mujer con varios hombres, dos mujeres con tres hombres y un largo etcétera. Cualquier composición en número y género era posible y todos podían permitirse el tener descendencia.

Para las parejas que no pudieran concebir de una forma natural estaba regulada la adopción de niños. Todo estaba organizado para que cualquier tipo de familia pudiera tener criaturas a su amparo. Así, todo el mundo tenía derecho a tener en propiedad un par de crios. Si la adopción no era posible porque la demanda sobrepasaba la oferta bastaba con elegir la opción de adoptar un animalito de compañía. Así nadie se quedaba sin tener un hijo.

También estaba permitida la fecundación in vitro, el alquiler de vientres de otras hembras y la selección de embriones para poder elegir cada uno a su gusto el hijo que prefería. Todo era hermoso en aquel país y no existía la enfermedad. La curación médica había llegado a tales avances que todos los niños nacían sanos y así permanecían hasta la tercera edad. El sistema era muy práctico y sencillo: en la prestigiosa clínica del afamado multimillonario doctor Josef B. Mengele Soria se procedía a analizar el ADN del embrión en cualquier momento de los ocho primeros meses de gestación. Si la lectura del código genético presentaba algún indicio de posible enfermedad futura la solución era rápida: bastaba con ejecutar el aborto de ese cuerpo defectuoso y no deseado e intentar otra vez la fecundación natural o artificial –según los gustos, preferencias o necesidades de la pareja, trío o grupo que solicitaba el hijo-.

Se consiguió tal grado de sofisticación que ya no sólo se eliminaba a los embriones que fueran a nacer enfermos. Si un ciudadano prefería un determinado color de ojos, de piel o de pelo para su pequeño vástago lo único que debía hacer era especificarlo al rellenar el formulario. De igual forma se procedía con la elección del sexo del bebé, bastaba con poner una equis en cualquiera de las tres casillas; márquese la que proceda: varón, mujer, homosexual. Todo un adelanto para la sociedad que motivó que, dependiendo de las modas de cada momento, nacieran oleadas de niños muy parecidos entre sí.

El proceso estaba avalado por el profesor Mengele durante los primeros cinco años de vida del individuo; si surgía algún contratiempo bastaba con presentar el certificado de garantía y mediante un sencillo proceso de clonación aplicado a un nuevo embrión te reponían al hijo con las características que se habían especificado en la solicitud. Una maravilla del progreso que años atrás era impensable.

En ese país no existían las enfermedades y por lo tanto tampoco el dolor ni el sufrimiento de las personas. La forma de vida era inmejorable. También estaba todo preparado por si, llegada la tercera edad, surgía algún tipo de problema: bastaba con llevar a los abuelos a una clínica-tanatorio donde se les aplicaba la eutanasia para que murieran con la dignidad que merecía su vida. Así, las nuevas generaciones se ahorraban tener que perder su preciado tiempo de disfrute terrenal atendiendo a personas que ya no tenían ninguna utilidad para el estado del bienestar.

Por supuesto, no se practicaba ningún tipo de religión: mediante una programación educativa adecuada se había logrado suprimir de la vida pública y de las conciencias palabras como sacrificio, perdón, valores, caridad, amor, dignidad, respeto, tolerancia, libertad, compromiso, moral… Con la llamada educación para la ciudadanía se había conseguido, en definitiva, la extinción de esa forma ancestral y sentimentaloide de entender la vida que creía en el más allá y no permitía el verdadero desarrollo de los individuos como piezas fundamentales para mantener el orden y la homogeneidad del estado del bienestar ahora ya establecido. El sentimiento de culpa fue abolido de forma tajante por la clase política y sobre la inexistencia de Dios ya no quedaba ninguna duda. El parlamento salido de las urnas había decidido democráticamente que Dios no existía ni había existido nunca. Y a esa resolución tan importante le siguieron una serie de leyes que prohibían cualquier discusión sobre el tema que pudiera preocupar o distraer la mente de los individuos. El tema quedó así zanjado por los políticos en un santiamén.

La vida era de color rosa. La gente paseaba por las calles con una sonrisa de oreja a oreja y con florecillas de colores sobre sus rubios y brillantes cabellos. Había talante y se respiraba en el ambiente. Era perfecto, vivir sin problemas, vivir sin diferencias. Todos los ciudadanos eran y pensaban igual. Todos lucían con orgullo su bonita bandera: un precioso arco iris.

Érase una vez un país en donde todas las opiniones estaban lideradas y muy bien encauzadas por los medios de comunicación gubernamentales. Era lo mejor para los ciudadanos y así lo preferían todos. De esta manera no había que esforzarse en pensar o decidir sobre cosas importantes. Las decisiones estaban tomadas de antemano y nadie tenía porqué preocuparse de nada. El estado decidía por el bien de los ciudadanos. Los periodistas y editores, mantenidos por los dirigentes del partido único, publicaban las bondades del sistema a cambio de unas monedas. Los políticos, plenamente iluminados por la razón, nunca se equivocaban, eran perfectos, y por ello los medios nunca les criticaban y siempre les adulaban.

Érase una vez la paz sin libertad.
Érase una vez la censura y la manipulación.
Érase una vez la indignidad de la mentira.

Raúl Sempere Durá · agosto de 2006
Artículo publicado en Debate 21.

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